Dice un viejo adagio periodístico: No dejes que la realidad te estropee un buen titular. Esto mismo deben haber pensado todos aquellos autores que se han acercado a la famosa obra de Leonardo da Vinci, La última Cena,
para buscar una pista sólida en la que basar su búsqueda del Santo Grial, y, de paso, montar delirantes teorías que sirvan de tramoya a sus sorprendentes descubrimientos.
Según ellos, el genio italiano decidió obviar la representación de la copa que contenía el vino que Jesús utilizó para instituir la Eucaristía, y, en su lugar, insertó un espacio vacío con forma de triángulo invertido entre Cristo y el discípulo de la izquierda, que no sería San Juan, sino María Magdalena, sin explicarnos por qué Leonardo iba a prescindir, precisamente, del discípulo amado de Jesús, aquél que: fue uno de los tres elegidos para presenciar la Transfiguración del Maestro en la montaña; el que se atrevió, a instancias de San Pedro, a preguntarle durante la Última Cena quién sería el que lo traicionaría; el que se destacó del resto de discípulos, y acompañó a María a los pies de la Cruz; o el que acudió a comprobar la tumba vacía.
Pues bien, tengo una buena -o mala- noticia para todos los famosos investigadores que han empleado largas horas de minucioso análisis tratando de encontrar en la obra de Leonardo la copa en la que, según Robert de Boron, José de Arimatea recogió la sangre de Cristo, el famoso Santo Grial.
Resulta que sí que aparece en dicho fresco; y no sólo el vaso de Cristo, sino el de todos los comensales de esa Sagrada Cena. Se trata de vasos de vidrio que contienen vino rosado y que, a pesar del deterioro que se puede percibir en ciertas partes de la pintura, lucen nítidos encima de la mesa junto a platos, bandejas y diversos productos para consumir.
